La guerra había reducido a la población
a casi un tercio. Aun así, las pocas ciudades que quedaban no podían albergar ni
mantener a los supervivientes. Algunos se aventuraron a las “zonas prohibidas”,
exponiéndose irremediablemente a la fatal contaminación y radiación.
La
única solución factible era el éxodo planetario. Desgraciadamente, el planeta
más próximo no era apto para la vida y terraformarlo duraría demasiado. Se
rechazó esa idea, en primera instancia. Por lo tanto, el Consejo Supremo vio
como alternativa el viaje interestelar. Aun conociendo la existencia de
sistemas planetarios extrasolares, se desconocían muchos datos de ellos.
No obstante, había un sistema a unos
cinco años luz de distancia. Tenía una estrella similar a la suya y, si los
cálculos nos les fallaban, había al menos ocho planetas de tamaño medio a
grande, y otros planetas enanos. El Alto Comisionado Científico concluyó que había
que mandar una sonda para investigar y, según los datos que les mandaran,
enviar una expedición tripulada. Después, las dos o tres generaciones
siguientes trabajarían y se sacrificarían por el futuro de su propia especie.