lunes, 14 de julio de 2014

Lo encontré en el bosque

     Al final lo hice. Estaba harto de tanta monotonía, del acero, cristal y hormigón. Cuando el director me dio el visto bueno, sentí un gran alivio. Lo había estado posponiendo desde hace años. No lo necesitaba cuando me llegó mi turno, así que se lo cedí a otro compañero. Sin embargo, el año pasado ya no podía más, el estrés me comía por dentro. Había tenido algunos problemas familiares y laborales que lo agravaron aun más. Así que, cuando fui al psiquiatra me recomendó que me tomara unas vacaciones. Unas largas vacaciones.
     Me concedieron un año sabático para alejarme de las clases. Para descansar y estar a gusto elegí un pequeño pueblo del norte del país. Se encontraba cerca de las montañas, con un gran bosque a su alrededor.
    ¿Por qué elegí ese pueblo? El Bosque de la Ladera era su nombre, no era muy original, pero resumía bastante bien su geografía. Era un pueblo levantado hace cientos de años por leñadores y sus familias. Un gran bosque que se extendía por toda la cordillera: hayas y robles en la parte inferior, abetos y otras coníferas en la superior; aunque, debido a la deforestación, la mayoría de las hayas y robles habían sido sustituidos por eucaliptos, de rápido crecimiento. Los habitantes se establecieron allí gracias al río que bajaba desde el pico de la montaña y a que estaba orientado hacia el sur, con lo cual los inviernos no serían muy fríos. Agua y fuente de ingresos eran dos puntos a su favor. Cuando la industria maderera empezó a flojear a mediados del siglo pasado, tuvieron que cambiar su modelo económico. Turismo rural fue la respuesta. Abrieron paradores y algunos hostales en el centro del pueblo y en las afueras del mismo. Su paisaje atraía en las vacaciones a no muchas personas, pero las suficientes como para mantenerlo vivo. Además, habían establecido algunos campos de cultivo y zonas de ganadería, al final de la ladera, para complementar su economía. 
     Sin embargo, este año, a causa de la grave crisis económica, poca gente se iba de vacaciones, y los afortunados preferían irse a las costas. Así que podría decirse que he tenido suerte en elegir mi destino. En teoría me dedicaría a estudiar a mi ritmo el ecosistema del bosque, su flora y su fauna. Luego le pasaría los datos a mis compañeros de la universidad y que hicieran ellos los informes. Yo iba a ir de observador. Bueno, eso por las mañanas; por las tardes, descansaría, leyendo alguno de los numerosos libros que me había traído conmigo o, simplemente, contemplando el paisaje.
     Realicé un viaje de más de siete horas en mi vehículo, un todoterreno de segunda mano comprado ex profeso para mis vacaciones. Me paré varias veces por el camino, en ocasiones para consultar el mapa y no desviarme de la ruta. 
    Llegué la segunda semana de septiembre. No quise retrasar mucho mi viaje. En la primera hice los preparativos del mismo y me despedí de mis compañeros del departamento. No los volvería a ver en un año, si todo iba bien. Por supuesto que, estaría en contacto con ellos a través del teléfono e Internet. Pero bien sabían que no me conectaría muy a menudo. Mi psiquiatra así me lo recomendó. ¿Quién era yo para contradecirle?

     La casa donde me iba a alojar durante el resto del año se encontraba a las afueras del pueblo, cerca del bosque. En coche no se tardaba ni quince minutos en ir al centro rural. En temporada alta, solían alquilarla diferentes familias para hospedarse durante sus vacaciones. En mi caso, la usaría durante un año, hasta el inicio del próximo curso académico.
     Cuando llegué y aparqué mi todoterreno frente a la casa, pude contemplarla con mayor detalle. Las fotos que me enseñaron, en esta ocasión, eran sinceras. Presentaba un aspecto típico de casa rural, de pueblo. Sin embargo, al echar un vistazo a la finca pude comprobar que era parte de su atractivo turístico, ya que todo lo demás había sido actualizado acorde a las necesidades de la familia contemporánea, contaba incluso con una antena parabólica. Es casi imposible desconectar de la civilización. No obstante, decidí quedarme, ya que había pagado con mi sueldo y parte de mis ahorros el alquiler de un año.
        
     Llevaba más de una semana instalado en la casa. Era de noche cuando me despertaron unos aullidos. Miré mi reloj. Eran casi las cuatro de la madrugada. Me levanté de la cama y me dirigí a la ventana de mi habitación. Corrí las cortinas y subí las persianas. Sólo se discernían levemente algunos árboles. Mi cuarto daba justo al bosque. El jardín trasero estaba separado de los árboles por un alto muro de ladrillos, para evitar el paso a cualquier animal salvaje. La noche era cerrada, no había luna alguna. Imposible distinguir algo. Encendí las luces que daban al jardín trasero, había interruptores para encender y apagar luces por toda la casa. Se iluminó una zona del bosque, aunque sólo conseguí ver algunos robles. Sin embargo, no vi ningún animal ni nada moverse entre los árboles o la maleza. Extrañado por los aullidos anteriormente escuchados, apagué las luces y me acosté de nuevo. Tal vez fuera sólo un sueño, pues no volví a escucharlo en toda la noche.
     A la mañana siguiente me dirigí temprano al centro del pueblo. Solía ir una vez por semana, para comprar comida, suministros y demás cosas.
     Cuando terminé de cargar la compra en el todoterreno, me dirigí al bar del pueblo. Sentía curiosidad por los lugareños, a quienes apenas había visto.
     Mientras me tomaba un café con leche se me acercó un hombre mayor.
     —¡Buenas, señor profesor! —dijo.
     —Buenos días —respondí. Qué rápido se propagan los chismes y cotilleos por estas zonas.
    —¿Qué tal sus vacaciones? —preguntó mientras se apoyaba en la barra. Se giró al camarero—. Matías, ponme un café con un pincho de tortilla.
     —¡En seguida, Pascual! —respondió el camarero. Le sirvió rápidamente un plato con un pincho de tortilla.
     —Supongo que todo estará muy tranquilo allá arriba, ¿verdad, profesor? —comentó Tomás a la vez que le hincaba el diente a su tentempié.
     —Pues sí y, por favor, llámeme Fausto —respondí con una sonrisa.
     —Claro, como usted mande —contestó alegremente.
    Estuvimos charlando unos minutos, de cosas del campo y el pueblo sin entrar en detalles personales. Cuando íbamos por nuestro segundo café le pregunté algo a Pascual.
     —¿Sabes si por un casual hay lobos en estos bosques?
     —¿Lobos? —me miró con cierto asombro—. ¿En esa zona? No, imposible. No se han visto esos animales por estas tierras desde hace cien años.
     —¿Está seguro?
    —Completamente —contestó Pascual con firmeza—. Mi padre, en su juventud, fue de los últimos en este pueblo en ver a un lobo. Se fueron todos hacia el este.
     —¿Crees que es posible que hayan vuelto?
     —¿Volver? No, aquí no tienen presas que cazar, ni conejos ni ciervos ni nada de eso.
     —Ya veo…
     —A todo esto, ¿por qué me preguntas eso? —me pregunta extrañado.
     —Verás —comencé—, es que anoche oí unos aullidos en el bosque, cerca de mi casa. Pensé que podría haber sido un lobo o un perro salvaje. No sé no estoy muy seguro.
     —¿Volviste a escuchar los aullidos?
     —No. En toda la noche.
     —Tal vez fuera un sueño. Porque lobos ya te aseguro yo que no.
     —Quizá tengas razón.

     Finalizado mi café, pagué la cuenta, me despedí de Pascual y los otros clientes del bar para volver a casa.
     Conduciendo de regreso, le estuve dando vueltas a lo que habíamos hablado. Si un lobo no era lo que escuché anoche, ¿sería un perro salvaje? Puede que sea eso, o bien, no fuera más que un sueño.

     Esa misma noche, absorto en la lectura en el sofá del salón, escuché un aullido que desgarró el silencio de la noche. No era como el de la pasada. Parecía un grito de desesperación, como una llamada de auxilio. ¿Qué clase de animal emitiría semejante alarido de dolor y cuál sería el motivo? Dejé el libro en el sofá ipso facto. Tenía que averiguar el origen del aullido.
    Tomé una linterna de la cocina y me encaminé hacia la puerta, no sin antes haber encendido los focos del patio trasero.
     Me encontraba justo detrás del muro del patio. Los árboles proyectaban largas sombras tras ellos. Intentar distinguir algo, aparte de la maleza que había por el lugar, era harto difícil. Esta zona del bosque no era muy turística, podría decirse. Estaba algo más descuidada.
     Otra vez ese aullido resonó en las profundidades del bosque. Algo se movió entre las ramas de un roble.  Di unos pasos hacia el árbol y enfoqué la linterna. Un mochuelo. Volvió la cabeza, cegado por el resplandor y voló lejos del lugar. Seguramente le asusté.
     Empecé a caminar hacia el interior del bosque, convencido de que lo que había oído merecía mi atención.
     —¡Hola! —grité un par de veces—. ¿Hay alguien ahí?
     Lo preguntaba como si esperara obtener una respuesta del animal. Parecía ridículo. Me voy de vacaciones a un pueblo de la montaña, para relajarme y desestresarme. Y, ¿qué hago? Justo oigo los aullidos, me interno en el bosque para hallar su origen.  A saber qué es lo que encuentro.
     Unos gemidos lastimeros llegaron a mis oídos olvidando todo miedo posible. Ningún animal salvaje los podía producir. Reconocía ese sonido.
     Mis sospechas quedaron confirmadas cuando lo localicé atado a un árbol. Era un perro. Su oscuro pelaje iluminado por mi linterna exponía a la vista heridas, donde la sangre seca las cubría. La cola estaba metida entre sus cuartos traseros. Su rostro era una mezcla de miedo y dolor. No sabría cómo describirlo con exactitud, pues sólo sentía lástima por el pobre animal. Y odio por quien le haya causado tanto sufrimiento.
     Me acerqué cautelosamente hacia el perro. Una gruesa cuerda lo mantenía sujeto por el cuello. Tenía el cuello ensangrentado, había intentado escapar estirando; pero, ello sólo le dañaba aún más. Se le notaba nervioso por mi presencia. Me enseñaba los dientes en señal de defensa. Estaba asustado, aunque parecía que quería pelear.
     Ladró fuertemente. Del susto casi se me cae la linterna. La apoyé en una rama de un árbol cercano, para poder alumbrarnos. Algunas de mis palabras de cariño, con voz suave parece que le calmaron un poco.
     Tenía que cortar la cuerda, si el perro seguía tirando de ella acabaría desollándose la piel. Busqué por el suelo una piedra con canto. Cogí una y empece a golpear la cuerda que rodeaba  el tronco. Era muy gruesa, pero no cesé hasta que conseguí cortarla lo suficiente para que al tirar de ella con todas mis fuerzas acabara rompiéndose.
     Pensé que el perro saldría corriendo, huyendo de allí. No fue así. Se quedó ahí. Mirándome. Con la cabeza gacha. Parecía sereno. No le veía agitado. Supongo que al haberle liberado me habría ganado su favor.
    No era muy grande, tal vez fuera joven. Su aspecto se me asemejaba al de un perro-lobo. Estaba demasiado sucio y herido. Pero no parecía cansado.
     Mientras recogía la linterna me preguntaba qué iba a hacer con él. Decidí que lo mejor sería que esta noche cuidara de él, quedándose conmigo. Mañana lo llevaría al pueblo e informaría a la Guardia Civil de lo ocurrido.

     Conseguí que me siguiera de vuelta a mi casa. Me llevó un rato largo, pero al menos no estaría a la intemperie esa noche. Una vez dentro, en la cocina, le puse un cuenco de agua. Ocupado en calmar su sed no se percató de que le corté la soga que tenía aún en el cuello. Tenía el cuello con la piel enrojecida por la sangre. Comprobé que no sangraba por ninguna de sus otras heridas. Parecía estar bien, dentro de lo que cabría esperar.
     Fui al baño, abrí el botiquín y cogí agua oxigenada, gasas, pomadas y vendas. Fue difícil, no se estaba quieto. Sabía que le escocía bastante, pero tenía que tratarle lo mejor posible las heridas, para evitar que se le infectasen. Al final, se calmó y me dejó actuar.
     Miré mi reloj. Eran casi las doce menos cuarto. Creo que iba siendo hora de que nos acostáramos. Fui a por unas mantas, para que sirvieran a modo de cama. Las puse en el suelo. Mientras las colocaba y las extendía, el perro me miraba extrañado, se preguntaría qué estaba haciendo. Le indiqué que se echara sobre ellas. Tenía que descansar y reponerse. Se tumbó, y se hizo un ovillo entre las mantas. Le acaricié detrás de las orejas. Pobre, ha debido sufrir tanto en su corta vida. Nadie se merece eso.
     Apagué las luces y me esperé en un sillón hasta que se quedó dormido.
     La luz de la mañana me despertó, recostado en mi asiento. Parece que me quedé traspuesto y no me fui a la cama. Comprobé cómo estaba el perro. Seguía tumbado, tranquilo y dormido. Me fijé en sus patas delanteras, eran oscuras como el resto del cuerpo, con algunas manchas marrones y, lo que me llamó la atención, es que se tornaban en sus extremos de un tono blanquecino. Parecía que llevaba puestos unos calcetines.
     Comprobé que no se hubiera arrancado ningún apósito. Le iba a llevar al pueblo. Allí esperaba que el veterinario de los ganaderos le tratase mejor.
     Le cogí en brazos, envuelto en la manta, y le llevé hasta el asiento trasero del todoterreno.
     Durante el viaje no se movió mucho en su asiento. Parecía tranquilo.
        
     —¡Vaya estropicio que le han hecho al pobre animal! —exclamó el veterinario en la clínica.
     —Pero, ¿se pondrá bien? —pregunté preocupado.
     —Sí, claro —respondió mientras examinaba con detalle al perro—. Unas curas y cuidados durante unos días y volverá a estar como nuevo.
     —Menos mal —contesté aliviado.
     —La verdad es que me sorprende que alguien haya sido capaz de abandonarlo en el bosque y —hace una pausa al examinarle la cabeza—, parece que han abusado de él. Tiene traumatismos en la cabeza. No le han abierto el cráneo por poco.
     —Es terrible.
     —Sí. Pero, lo que ha hecho usted por él es digno de admiración.
     —Cualquiera hubiera hecho lo mismo.
     —No estoy tan seguro.
     —¿Por qué dice eso?
     —¿Internarse en el bosque a ver de dónde venían los aullidos? —preguntó—. Pocos lo hubieran hecho. La mayoría habría avisado a las autoridades. 
     —No podía simplemente ignorarlo. No me parecía lo correcto en aquél momento.
     —Y ha hecho bien —terminó de examinarle—. Dígame, ¿qué piensa a hacer?
     —Pues ahora iba a informar a la Guardia Civil de lo ocurrido.
     —Eso ya lo imaginaba. Me refería a, ¿qué hará con el perro? ¿Quiere quedárselo?
     —¿Quedármelo? No lo había pensado…
     En realidad sí; pero, mi preocupación por su salud y bienestar me habían hecho olvidarlo.
     —Si quiere ser su nuevo dueño —comentó el veterinario—, podríamos arreglarlo. Le acompañaría a hablar con la Guardia Civil, atestiguaría que usted lo trajo y cuidó de él. Todo ello facilitaría su adopción. Después, el chip, las vacunas y lo demás tras el registro. ¿Le parece bien?
     —Me parece fantástico —respondí sonriente.

     Eran casi las seis de la tarde. Socken ya tenía un nombre y un dueño. Nos encontrábamos en el salón. Le había comprado un arnés en vez de un collar, y el veterinario le había puesto un cono para evitar que se mordiera las heridas. Tendría que llevarlo puesto unos días, hasta que sanasen por completo.

     Los días pasaban tranquilamente, se iba recuperando de sus heridas. Comía bien, jugaba. Se le veía feliz. Una vez a la semana íbamos al veterinario para hacerle un chequeo y comprobar que todo iba bien.
     No sólo él mejoró, también mi estado anímico, mi humor. Ya no sufría jaquecas tan a menudo. Mis vacaciones habían tenido un efecto muy beneficioso en mi salud. Y se lo debía en gran parte a mi perro.

     A mediados de noviembre, me presenté con Socken en mi departamento de la universidad. Para contarles de primera mano lo acontecido.
     El primero en salir de su despacho a saludarme fue el director. Tras intercambiar unas palabras, se agachó para acariciar a mi perro.
     —¿Dónde dijiste que lo encontraste? —me preguntó—. Ahora mismo no lo recuerdo, ¿en el pueblo?
     —Lo encontré en el bosque.

Nota: Envié este relato que acabáis de leer para participar en el IV Concurso de relatos breves Hablemos de animales de la Biblioteca de la Facultad de Veterinaria de la UCM, donde obtuvo el 2º puesto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario