Al
final lo hice. Estaba harto de tanta monotonía, del acero, cristal y hormigón.
Cuando el director me dio el visto bueno, sentí un gran alivio. Lo había estado
posponiendo desde hace años. No lo necesitaba cuando me llegó mi turno, así que
se lo cedí a otro compañero. Sin embargo, el año pasado ya no podía más, el
estrés me comía por dentro. Había tenido algunos problemas familiares y
laborales que lo agravaron aun más. Así que, cuando fui al psiquiatra me
recomendó que me tomara unas vacaciones. Unas largas vacaciones.
Me
concedieron un año sabático para alejarme de las clases. Para descansar y estar
a gusto elegí un pequeño pueblo del norte del país. Se encontraba cerca de las
montañas, con un gran bosque a su alrededor.
¿Por
qué elegí ese pueblo? El Bosque de la Ladera era su nombre, no era muy
original, pero resumía bastante bien su geografía. Era un pueblo levantado hace
cientos de años por leñadores y sus familias. Un gran bosque que se extendía
por toda la cordillera: hayas y robles en la parte inferior, abetos y otras
coníferas en la superior; aunque, debido a la deforestación, la mayoría de las
hayas y robles habían sido sustituidos por eucaliptos, de rápido crecimiento. Los
habitantes se establecieron allí gracias al río que bajaba desde el pico de la
montaña y a que estaba orientado hacia el sur, con lo cual los inviernos no
serían muy fríos. Agua y fuente de ingresos eran dos puntos a su favor. Cuando
la industria maderera empezó a flojear a mediados del siglo pasado, tuvieron
que cambiar su modelo económico. Turismo rural fue la respuesta. Abrieron
paradores y algunos hostales en el centro del pueblo y en las afueras del
mismo. Su paisaje atraía en las vacaciones a no muchas personas, pero las
suficientes como para mantenerlo vivo. Además, habían establecido algunos
campos de cultivo y zonas de ganadería, al final de la ladera, para
complementar su economía.