viernes, 27 de diciembre de 2013

Otro lunes cualquiera


El metro llegó a la estación. Como cada lunes lo cogía para ir a trabajar.
Cuando se abrieron las puertas, la gente subió deprisa.
Entré de los últimos. Me puse cerca de la puerta.
El silbido del metro indicó el cierre de puertas. Rápidamente, entraron dos hombres trajeados y una joven. Me fijé en la chica: rubia, algo pálida, buen cuerpo. Sin embargo, había algo en ella que me resultaba extraño y, a la vez, familiar.
El vagón se oscureció durante un instante.
Mi vista volvió a posarse sobre la chica. Aunque su melena le cubría parcialmente la cara, pude discernir que su mirada estaba fija en el suelo.
Como si me hubiese leído la mente, la chica alzó la cabeza y se giró. Aparté rápidamente la vista.
Oscuridad momentánea. Nos acercábamos a una nueva parada.
Disimuladamente, desvié mi vista a la chica. Había ido hacia la puerta, junto a otras personas. El cristal de la ventana, reflejaban sus rostros.
No me percaté de lo que vi hasta llegado el momento. Era lunes por la mañana y había madrugado.

El tren se detuvo en la estación. Las personas se amontonaron detrás de mí. En cuanto se abrieron las puertas, salimos.
La chica también se bajó. Detrás de ella se bajaron dos chavales bastante macarras y con pintas de haber pasado una larga noche de diversión nada saludable.

El metro partió. Yo me dirigí a un pasillo, en obras y mal iluminado. Delante, a cierta distancia, iban la chica, seguida de los dos jóvenes.

Las luces volvieron a irse durante unos segundos. Los muchachos empezaron a bromear.
—¡Rubia! —gritó uno de ellos—. ¿Te has asustado? ¿Te da miedo la oscuridad?
Ni se inmutó. Siguió caminando.
—¡Eh! —gritó de nuevo—. Que te estoy hablando. ¿Eres sorda?
La joven se volvió.
—¿Qué quieres, escoria inmunda? —les espetó.
Los chavales se detuvieron.
—Tío —dijo el otro—, esta zorra te ha insultado.
—Habrá que enseñarle modales —comentó a su amigo.
Su amigo asintió. Sacó una navaja del bolsillo.
La chica les sonrió.
Saqué mi móvil. Activé la cámara. La imagen sólo mostraba a los dos chicos. Confirmé mis sospechas.
Guardé el móvil en el bolsillo. Corrí hacia ellos.
—¡Eh! —grité—. ¡Parad!
Se giraron sorprendidos.
—¿Qué quieres? —preguntó el de la navaja—. ¿Acaso pretendes hacerte el héroe?
—¿Vas a ayudar a esa puta después de que nos haya insultado? —preguntó su amigo.
Desabroché mi cazadora.
—Aunque quisiera que os diesen una lección, no puedo permitir que os maten.
—¿Qué? —preguntó asombrado el de la navaja.
—¿Has oído lo que acaba de decir? —preguntó su amigo—. ¿Qué nos van a matar?
Se rieron.
La vampiresa abrió la boca, mostró sus colmillos y de un salto se puso detrás del de la navaja. Éste se dio la vuelta.
—¿Pero qué...
La chica le agarró por el cuello, levantándolo.
Su amigo se quedó paralizado. Fue derribado de un golpe y se dio contra la pared. Soltó al otro, medio asfixiado. Quedaron inconscientes.
La vampiresa me dirigió una fría mirada.
—¿Cómo lo has descubierto, mortal? —me preguntó.
—Deberías apartarte de los cristales —respondí sonriente—. El reflejo no te hace justicia.
—¿Eres un cazador? —preguntó sorprendida.
Me llevé la mano al interior de mi cazadora.
Como respuesta, la vampiresa se abalanzó sobre mí. Me tiró al suelo. Mas fui más rápido y le clavé la daga con hoja de plata en su corazón.
Gritó de dolor. Después, se convirtió en cenizas.
Me incorporé y recogí la daga del suelo.
Comprobé que los muchachos estuviesen bien. Seguían inconcientes. Les dejé donde estaban y proseguí mi camino. No les pasaría nada. Pero, seguramente, se despertarían doloridos y confusos. Achacarían sus quejas a lo que tomaron anoche.

No informé a la Organización de lo sucedido hasta que terminó el día. Fue como cualquier otro lunes.

 Nota: Este relato lo escribí para el I CERTAMEN WALSKIUM DE MICRORRELATO DE TERROR Y FANTÁSTICO. Lo publico aquí para que lo lea quien quiera.

jueves, 18 de julio de 2013

Esclavos mineros

            —¡Vamos, malditos animales! —gritó el capataz—. ¡Seguid cavando!
        Su látigo restalló sobre la cabeza de los esclavos. Se asustaron, pero enseguida continuaron picando las rocas, extrayendo minerales.
           Se acercó un guardia. En sus musculosos brazos llevaba un arma. Su piel escamosa reflejaba la luz en tonos verdosos.
         —Cuidado —le recriminó el guardia al capataz—. Si sigues azotándolos, se alzarán contra ti.
         —Sólo los asusto —respondió el capataz mientras enrollaba el látigo—. Tienen que saber quién manda.
      —Pero sin excederte —sus grandes ojos amarillos mostraban enfado—. Debes controlarlos. No matarlos.
          Mientras estaban charlando, un esclavo se tropezó, volcando la carretilla con piedras sobre otro esclavo. Empezaron a gritar. Parecía que se iban a pelear.
           El guardia se giró al oírles.
        —Si se matan entre ellos —le comentó al capataz—, tendremos que pedir nuevos esclavos. Eso será costoso.
        —Cuando estén heridos, los separaré —contestó el capataz—. Aguantan bien los golpes, a pesar de tener una piel tan blanda.
           Desenrolló el látigo.
        —Cuando uno de ellos caiga al suelo, azotaré al otro —continuó el capataz—. Así aprenderá que no deben pelearse entre ellos. Aunque lo dudo.
          El esclavo torpe cayó herido al suelo. El otro esclavo cogió del suelo una piedra. Iba a rematarle.
         El látigo azotó su desnuda espalda. Empezó a salirle sangre por la herida.
         —¡Quieto, maldito animal! —gritó el capataz mientras le azotaba.
         El esclavo pegó un grito. Era una mezcla de rabia y dolor. Le tiró la piedra al capataz.
         Éste se llevó las manos a la cabeza. Le dolió el golpe recibido.
         El guardia se puso delante de él.
       —Te dije que tuvieras cuidado—dijo mientras cargaba su arma—. Ahora tendré que matarle. Son las normas.
         Le disparó al pecho. Cayó al suelo. La sangre tiñó de rojo la arena.
         El otro esclavo consiguió levantarse. Miró al muerto. Rápidamente, volvió al trabajo.
       —Así aprenderán —dijo el capataz—. Estos asquerosos animales. Ha sido la especie más difícil en conquistar.
        —Y que lo digas —añadió el guardia—.  A la flota le costó bastante capturar el único planeta que habitaban en todo este sistema estelar.
         —¿Cómo llamaban estos seres al planeta? —preguntó el capataz.
         —Tierra, si mal no recuerdo. Y los seres, humanos.
        —¿Humanos? Para mí seguirán siendo animales. Si tienen un nombre, puedes llegar a encariñarte con ellos.
         Soltaron una fuerte carcajada.